dilluns, 3 d’octubre del 2011

EL BALLET EN EL BARRIO DE FLORES (del libro 'Crónicas del Ángel Gris') - Alejandro Dolina

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El bailarín más famoso que existió en el barrio de Flores era un mozo de café. Fue coreógrafo, director y maestro. Pero siempre debió ganarse la vida en La Perla de Flores.
Antiguos parroquianos aún lo recuerdan atravesando el local en puntas de pie, cargando la bandeja como una ofrenda pagana, cayendo de rodillas para agradecer una propina y saltando sobre las mesas con los brazos en alto, cuando alguien lo llamaba. Si había poco trabajo, se entretenía en la barra, con un pie en el suelo y otro sobre el mostrador.
Se llamaba Aldo Manfredi. En sus modestos comienzos concurría a los asados o a las fiestas de cumpleaños y esperaba pacientemente. Nunca faltaba el comedido que lo invitara a mostrar su arte.
- Báilese algo, Manfredi.
Sin hacerse rogar mucho, el hombre se largaba con su número, ataviado con un calzoncillo largo y calzando unas viejas y embarradas zapatillas de baile. Muchas veces era provocado por los borrachos o los pendencieros que se complacen en hostilizar a los danzarines. Sin dejar de bailar, Manfredi pelaba un revólver que llevaba siempre en la chaqueta y con desplazamientos de gran plasticidad daba a entender su resolución a agujerear a quien tuviera ganas de seguir la broma.

Fuera por su talento o por su bufoso, lo cierto es que Manfredi era aclamado en todas partes.
Sin embargo, su verdadera fama la alcanzó siendo ya hombre maduro, al fundar el legendario Ballet de Flores, un cuerpo del que surgieron ideas formidables, no siempre cabalmente apreciadas por el público y la crítica oficial.
Organizaba espectáculos con el apoyo de los comerciantes de la zona. En ocasiones, los bailarines lucían inscripciones en su vestuario. Las orquestas eran poco numerosas. A veces se limitaban a tres guitarristas.
Manfredi tenía por costumbre ubicarse entre bambalinas para observar de cerca todas las figuras. Desde allí alentaba a los bailarines y con frecuencia les hacía oportunas indicaciones. Sus gritos se oían desde la platea.
- ¡Más adelante, Pocho, más adelante..!
- ¡Un poco más de gracia, Carlos, caramba...!
Si las cosas no marchaban bien, no vacilaba en irrumpir en el escenario para reprender a los más torpes.
Con las muchachas era amable y paternal. Pensaba que muchos bailarines aprovechaban los momentos de más estrecho contacto para propasarse.
- Saque la mano de ahí -gritaba indignado.
Tal vez por eso evitaba en sus coreografias los amontonamientos promiscuos y los abrazos prolongados.

Pero el aporte más original de Aldo Manfredi fue -sin duda- su teoría del argumento, expuesta a través de un breve opúsculo que obligaba a leer a sus alumnos y que -tal vez- estaba escrito así:
"El ballet es un género muy extraño. Un grupo de personas refier una historia mediante pasos de baile. La eficacia narrativa de este procedimiento es por lo menos dudosa. Así parecen comprenderlo lo comentaristas, quienes suelen explicar minuciosamente el argumento antes del espectáculo. Ocurre que un salto en el aire resulta muchas veces insuficiente para comunicar sucesos tan complejos como un desengaño amoroso o la renuncia al trono de Polonia. Para expresarlo redondamente: existe la sospecha general de que sin auxilios exteriores nadie sería capaz de comprender la naturaleza de los episodios que se representan."

Y en verdad, Manfredi conocía estas sencillas verdades por propia experiencia. Varias veces había intentado convertir en ballet los libros que leía. Y el público jamás captaba nada que fuera más allá del título.
En colaboración con el músico Ives Castagnino, había preparado una versión de los Ensayos de Montaigne. Casi se vuelve loco tratando de lograr que los bailarines dieran a entender la fugacidad de las doctrinas científicas, la constancia del afecto de las bestias o el crecimiento de nuestro deseo ante las dificultades. Y eso, para no mencionar las abundantes citas de Marcial, Ovidio, Lucrecio, Plinio, Vegecio, Cicerón, Horacio o Tito Livio, que ni por casualidad eran captadas por los observadores. Por otra parte, el títuol Ensayos fue interpretado equivocadamente por muchas personas, con las consecuencias que el lector culto ya se irá imaginando. Para remediar estos inconvenientes, Aldo Manfredi inventó su famoso Lenguaje del Ballet o Taquigrafía Bailable. Básicamente consistía en asignar a cada gesto, a cada paso y a cada figura un significado permanente. Abrir los brazos indicaba amor, caer en el suelo era la muerte, recorrer el escenario mirando hacia arriba denotaba la ingenuidad.
Con el tiempo, la colección de movimientos y conceptos se fue haciendo más amplia. Veamos:

Sentarse en el suelo: obcecación, testarudez.
Situarse a espaldas de otro bailarín: traición.
Saltar en un pie: renguera.
Golpearse el pecho: admisión de culpas, remordimiento.
Arrastrar la panza por el piso: intrigas de palacio.
Girar el dedo índice en la vecindad de la oreja: locura.
Tambalearse: ebriedad.
Dar vueltas de carnero: adhesión al idealismo platónico.
Girar un bailarín alrededor de otro: adhesión a la doctrina heliocéntrica.
Andar en cuatro patas: instintos bestiales.
Formar un gran círculo con los dedos índices y pulgar de ambas manos: otro ha tenido más suerte.

De todos modos estas claves siempre eran insuficientes y así Manfredi llegó a concebir un paso diferente para cada palabra, incluyendo pronombres, preposiciones y conjunciones. El diccionario resultante abarcaba cuatro mil vocablos con sus correspondientes volteretas.
Conforme a este método, el Ballet de Flores llegó a estrenar El hombre mediocre de José Ingenieros con música de tangos del novecientos. La experiencia fue desastrosa. Los bailarines conocían el código de Manfredi, pero el público no. Además, ocurría algo no previsto. Una frase bella en el lenguaje escrito correspondía a gestos y evoluciones cuya combinación resultaba torpe y son donosura. El coreógrafo quiso ver en esto una consecuéncia de la caprichosa sintaxis de Ingenieros. De cualquier modo, ya nunca más volvió a insisitr con la Taquigrafía Bailable.

Probó más tarde con la intercalación de Explicadores en la platea. Cada tres o cuatro asientos, un individuo perfectamente aleccionado comentaba los sucesos del escenario:
- Miren, miren... ahí está el traidor. - Ah, claro... es que está soñando... - Ésa es la hechicera... Está preparando un filtro mágico para seducir a la princesa.
El sistema de los Explicadores se hizo insostenible por los altos costos y por el fastidio del público que reclamaba silencio; aun a riesgo de permanecer en la ignorancia.

Manfredi dio un paso atrás y así nació el Ballet Hablado. Los propios bailarines proporcionaban la información indispensable.
- Soy el gigante del bosque... - Gran siete... me muero... - Al que consiga rescatar a mi hija de la torre del castillo, le daré mil piezas de oro, le daré...
Los espectáculos se deslucían a causa de los resoplidos. No es fácil bailar y dar saltos prodigiosos mientras se recitan parlamentos complicados. Sin embargo, La tragedia de Y, de Ellery Queen, salió bastante bien.

Manfredi no sólo buscó ideas nuevas para dar a entender los argumentos. También se preocupó por incorporar al ballet elementos populares y atractivos para que las muchedumbres se acercaran al arte grande. Influido seguramente por ciertos artistas del café-concert, resolvió alentar la participación activa del público en sus obras. Al principio lo jizo tímidamente; en ciertos pasajes musicales, el director de la orquesta gritaba:
- A ver esas palmas...
Después concibió números donde los artistas bajaban a la platea y bailaban. Finalmente, instruyó a los integrantes del ballet para que obligaran a algunas señoras a intervenir en la danz. Así, muchas damas respectables eran revoleadas por el aire por lujuriosos faunos, ante el regocijo de la tertulia y la indignación de los maridos.

(...)

Poco a poco se fue desalentando. Y un día resolvió que el ballet no le servía para alcanzar sus desmesurados propósitos.
Un día salió de gira y ya nadie volvió a verlo. En La Perla de Flores hay ahora otros mozos que nada saben de bailes clásicos.
Pobre Manfredi... Buscó milagros por los caminos más racionales. Derrochó su genio tratando de dar explicaciones. Y no comprendió jamás que el arte es misterioso y conduce a la emoción antes que al entendimiento.
Bienaventurados los que han aprendido a llorar sin hacer preguntas.
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